La pausa de la razón

Agotados por la inmediatez volvemos a señalar a la filosofía como la asignatura de la que se puede prescindir en cualquier momento, en cualquier lugar de todo plan de estudios. En tiempos de cambio nos interesa lo tangible, lo que podemos monetizar, lo que nos da de comer. Forma parte del eterno debate entre lo que se puede hacer y lo que se debe hacer. La premisa de no hay suficiente para todos (el sistema insostenible con el que justificamos los recortes de la crisis de 2008) frente a la teoría de la perfecta evolución que sostiene que todo es posible con una equilibrada gestión de recursos.

Estas formas de pensar, hasta cierto punto totalmente divergentes, se han movido en un espacio común durante los últimos siglos: el del imperativo categórico de Kant. Toda nuestra moral se reduce a un solo mandamiento fundamental que nace de la razón, a partir del cual se puedan deducir todas nuestras demás obligaciones. Desde el siglo XIX la razón de Kant construye el edificio ético del mundo occidental. Sienta, por así decirlo, las bases de la verdad basada en la razón.

Periódicamente, la ideología -especialmente, la no ideología- intenta saltarse este precepto. Esos momentos de convulsión desembocan en desigualdades, conflictos y guerras. Cuando, por el contrario, las ideologías se rigen por la razón (esa razón que, en última instancia, busca el bien común) nos encontramos con etapas de consenso, de estabilidad y desarrollo.

La historia muestra claramente que la evolución no es siempre lineal ni siempre a mejor. No es un gráfico ascendente. La variable que introduce la condición humana desde su individualidad contribuye a un gráfico de picos y valles. Dolor y Felicidad. Crecimiento y Recesión. Guerra y Paz. Con todo, el camino recorrido en los últimos 10.000 años invita a creer en la condición humana y en su amistad con la razón. Esta reivindicación es especialmente válida para tiempos convulsos como los actuales.

Este contexto filosófico comparte la misma vida efímera que la asignatura de filosofía. La aldea global de McLuhan se construye sobre la realidad de unos medios que conviven con la demagogia y el sensacionalismo desde finales del siglo XIX. La sociedad del emiceptor que surge en la red diluye la razón en favor del sentimiento, las plataformas mejoran sus resultados fomentando la polémica que, paradójicamente, llaman conversación. Y los medios se suman a la tendencia del número de clics. Esta decisión tensiona las bases de la separación de poderes y el papel auditor del cuarto poder. Menos razón. Más emoción. Y sumando.

Leía hace unos días un artículo de Santiago Alba Rico en el que decía: el imperativo tecnológico nos arroja a una fragilidad sin precedentes. Es lo que sucede con la pérdida de la razón. Sobreviene la fragilidad del sistema, de los poderes democráticos, de la sociedad, del individuo. La ética eleva nuestra calidad existencial. No se trata de hacer cosas legales o ilegales. Se trata de hacer lo correcto. No se trata de ganar. Se trata de gestionar. Siempre me ha gustado pensar. Mucho. Y siempre he sufrido por ello. Me siento como la asignatura de filosofía, siempre presto a ser diluido en el vacío de un pragmatismo huérfano de razón. Te llaman denso. Te llaman aburrido. No veo a Kant como monologuista de éxito. Ni siquiera como el pistolero más rápido y mortal de Twitter. No lo veo en ninguna de esas facetas intrascendentes que hemos elevado a definitorias de nuestro tiempo. Influenciadores. Repito: el imperativo tecnológico nos arroja a una fragilidad sin precedentes. Más que nunca, supervivientes de la razón, amigos de la sabiduría. Más bien aburridos. Siempre necesarios. Porque pensar es peligroso. Enuncio: para los comisionistas nihilistas, para los arribistas de las emociones básicas, para los líderes aislados en su totalitarismo. Pensar, para ellos es malo. Por eso para nosotros es tan bueno. Y por eso, la filosofía debe ser una fija en la alineación de cualquier plan de estudios. Ni las calculadoras sustituyen a las matemáticas. Ni los pelotazos al pensamiento crítico. Ni las más sofisticada inteligencia artificial al universo que conforman las incontables y aún ignotas, conexiones sinápticas de nuestro cerebro.

Torres y Carrera